La madre de Martín entró por la
puerta del café cargada con varias bolsas, además de las que colgaban del
cochecito que empujaba. Martín, que aún iba atado dentro de su habitual medio
de transporte, empezó a mover los brazos, lleno de emoción. Yo estaba sentada
en una mesa de la esquina y, aunque leía concentrada el periódico, levanté la
vista al oír sus grititos de excitación. Su madre saludó a la camarera,
definitivamente eran habituales del sitio, buscó su mesa y se sentó en ella
dejando ordenadamente las bolsas a un lado. Luego se giró hacia su hijo y desabrochó
las correas del cochecito.
No suelo ser muy amiga de los
niños cuando mi plan es leer y tomarme un café con un croissant con
tranquilidad después de una discusión con mi madre, pero Martín me conquistó al
instante.
Saltó de su cochecito y empezó a
balbucear esas palabras que solo una madre entiende. Ella sonrió y le contestó.
Se levantó y de la mano de su hijo fueron a la estantería llena de libros que,
nada más entrar, a mi me había llamado tanto la atención. No es muy habitual
encontrar un lugar en el que se fomente la lectura y no el ruido. Señaló uno de
los cuentos, colocados en la parte inferior donde niños como Martín llegasen
para cogerlos, y luego lo tomó entre sus manos. Una enorme sonrisa apareció
mientras miraba el libro.